Nueva York no solo ganó, impuso respeto. Los Knicks arrancaron la temporada con una actuación sólida, venciendo 105-95 a los Celtics y dejando claro que el Madison Square Garden sigue siendo un escenario incómodo para cualquiera.
Boston empezó con energía, moviendo la bola y encontrando buenos tiros. Jaylen Brown y Jrue Holiday marcaron el ritmo temprano, y el primer cuarto terminó con ventaja verde. Pero lo que vino después fue un derrumbe en toda regla: el segundo cuarto fue una pesadilla. Un parcial de 42-14 a favor de Nueva York cambió por completo el partido.
Ahí apareció la versión más Thibodeau de los Knicks: defensa intensa, rebotes ofensivos, y un Brunson que, sin necesidad de hacer ruido, desarmó a los Celtics con inteligencia. Mitchell Robinson dominó los tableros, Randle castigó cada emparejamiento, y el público hizo el resto.
Boston intentó reaccionar, pero cada intento chocó con la solidez neoyorquina. Jason Tatum nunca se encontró cómodo, Brown se quedó sin espacios, y la ofensiva terminó cayendo en los mismos errores de siempre: depender del triple cuando el juego se ensucia.
Nueva York jugó con carácter, con físico, con convicción. No necesitó brillar, solo ser mejor.
Boston, en cambio, volvió a mostrar que su mayor enemigo no siempre es el rival… sino su propia desconexión.
Los Knicks empezaron el año enviando un mensaje claro: aquí no se viene a lucir, se viene a sobrevivir.





